¿Era España feliz en los años 20?

Al pensar en los años veinte es común tener esa visión vaga, limitada a aspectos banales como el charlestón o el shimmy. Pero al fin y al cabo es a lo que incita el bienestar que vivía Estados Unidos en esa época, y digamos que España, al igual que la mayor parte de Europa, andaba lejos de eso.


Nos encontramos ante una sociedad muy polarizada, pues la hiperinflación de la posguerra acabó con los ahorros de la clase media. España no entró a la Primera Guerra Mundial, pero esta entró en ella con sus consecuencias económicas. Por tanto, llegaba un momento de gran inestabilidad social y política, terminaba la “edad dorada de la seguridad”. Esto último es precisamente algo que me recuerda a la situación actual que vive nuestro país, donde hemos acabado con una generación anterior de mucha más solidez. Se podría decir que hay generaciones acomodaticias y generaciones de combate, y que suelen asociarse a una fecha traumática.


España también tuvo su propio Trienio Bolchevique, ya que tampoco se libró del impacto de la Revolución rusa, y la crisis del régimen parlamentario se vió agravada durante los años veinte. Cabe mencionar también el Desastre de Annual, donde perdimos el Marruecos español, aunque al menos se finalizara la guerra con el desembarco de Alhucemas. Tras este episodio, y junto con el régimen de Primo de Rivera instaurado en 1923, empezó a verse algo de luz.


La economía progresaba debido a la construcción de la época (carreteras, pantanos, escuelas, casas baratas…) y los trabajadores veían como sus condiciones laborales mejoraban. La España urbana estaba creciendo y en proceso de modernizarse, así como el bienestar y progreso eran ahora pues notables. El PIB llegó a crecer a una media superior al 4% anual, y la producción industrial al 5,5%. En cuanto a la esperanza de vida, esta pasó de 41,2 años a los 50 años entre 1920 y 1930. La población urbana aumentó un 30%, siendo Madrid y Barcelona situadas en torno a un millón de habitantes. En el sector primario, la población activa empleada disminuyó del 50% por primera vez en la historia ante el aumento de la industria y del terciario. En apenas cinco años, el número de teléfonos fue duplicado (de cien mil a doscientos mil entre 1925 y 1930) y el de vehículos motorizados fue multiplicado por nueve a lo largo de dicha década (de 28 mil a 250 mil). Esto último tenía bastante sentido, ya que se trataba de una generación fascinada por la velocidad, así como también por el cine, cuyas salas se vieron duplicadas, e incluso triplicadas, debido al número alcanzado de producciones (58 títulos en 1928). Aunque es cierto que el impacto que produjo el cine sonoro reduciría dicha cifra de manera drástica. Las primeras emisoras de radio tuvieron lugar en Madrid, Barcelona y Sevilla.


La modernidad también llegó al deporte, que se encontraba en tránsito de ese típico sport aristocrático, propio de deportes tales como el tenis y el polo, además de las regatas. Pasó a convertirse en el nuevo espectáculo de masas. El deporte seguía siendo considerado como un medio de desarrollo personal, pero el “campeonismo” estaba arrasando, siendo así criticado por algunas personas. Esto conllevó a la construcción de estadios para dar cabida a un público que no paraba de crecer. Era algo reprochado por los más castizos, pues para ellos era un adversario contra los toros en cuanto a popularidad, mientras que según la izquierda este campeonismo apartaba a la juventud trabajadora de sus intereses de clase. La realidad es que la tasa de analfabetismo, que era muy alta, consiguió bajar a diez puntos desde 1920. El número de estudiantes universitarios pasó de 28 mil a 37 mil entre 1924 y 1930, siendo un incremento del 32% en sólo seis años. Tras una década de proyectos, fueron iniciadas las obras de Ciudad Universitaria en junio de 1929. Así pues tanto la prensa como el ocio y la cultura en todos sus ámbitos (desde la creación literaria y artística hasta la enseñanza), además de la arquitectura y la ciencia, fueron las principales exhibiciones de esa España en hervor. Este optimismo es un rasgo generacional que borra las diferencias ya sean de origen, educación o clase social de las personas pertenecientes a esa generación.


Sin embargo, toda esta velocidad y modernización claramente conllevó una frivolización de algunos aspectos de la vida, como el amor, y del arte. Una vida más rápida provoca un arte más duro. Era difícil pues que algo quedase libre esa atmósfera transgresora llena de epicureísmo propia de los años veinte. Aún así, se consiguió seguir defendiendo la tradición y el orden a manos de Primo de Rivera, mientras se daba esa ola modernizadora. La atracción por Norteamérica era intensa, pero contradictoria. La visión de Estados Unidos como cuna de una mitología moderna provocó una fascinación nunca vista en España por los escritores y artistas de la generación del 27.


Tanto España como Estados Unidos se habían librado de los estragos de la Gran Guerra, pero de forma generalizada en el mundo de la posguerra hubo cierta revancha hedonista frente al sufrimiento y sus secuelas. En Francia encontraríamos por ejemplo la conocida como “jeunesse dorée”. Estos tiempos modernos proporcionaron emociones fuertes como volar, lo cual era deseado por muchos jóvenes. La velocidad es precisamente una característica de tal época. Hay una obsesión y fe ciega con respecto al futuro, un notable desprecio hacia las generaciones anteriores y una sensación de haber nacido en una época sin igual. Cualquier noticia de actualidad resultaba poca cosa ante el gran cambio que se avecinaba. Un cambio, que no era ni mucho menos lo que esperaban.


Pero esta generación optimista andaba distraída con unas necesidades materiales que habían sido puestas en el primer plano de sus preocupaciones frente a ese sentido tan crítico e introspectivo propio de las generaciones que le predecían. Esto era justificado como una manera de simplemente vivir la vida, sin ser tan críticos con ella. La moral del rico, predominante en esa década, hace que la preocupación por lo económico le de un sentido más utilitario a todo.


La manera clásica de sentir el amor estaba pasando de moda. El amor de ese tiempo era diferente al de sus abuelos románticos, ya que se daba con más despreocupación y los intereses eran mayores. El romanticismo era una exageración. Es indudable que tal forma de pensar resta poesía; pero el siglo XX, a diferencia del XVIII, es dinámico y práctico. La poesía de los años 20 prioriza el ideal práctico de la vida ante el ideal sentimental de la misma. Como consecuencia de todo esto, el divorcio en su sentido utilitario comienza a ser más apoyado. Aún así, la maternidad se sigue considerando como la misión primordial de la mujer, y su feminidad como el tesoro más preciado. Para ambos sexos seguía siendo importante conservar sus cualidades propias.


En cuanto a la política, al que se preocupaba por ella se le consideraba como alguien que trataba de sacar partido de ella o como un loco, y los jóvenes no sabían discutir sobre ella ya sea por su ignorancia o simplemente no molestarse, algo también común en la actualidad. Es más, la juventud también se preocupaba más por los problemas a nivel internacional que nacional.


¿Es la idea de fracaso inherente al concepto de generación? Probablemente sí, debido a las expectativas desmedidas que precisamente se tuvieron durante en ese tiempo. Podemos apreciar un doloroso contraste entre lo que pudo ser y no fue. Así, el optimismo podría ser la característica principal por la cual definir a esa generación de la España de los veinte. En esa alegría de vivir y en esa fe en el futuro se halla también la posibilidad de caracterizarla como una generación perdida. A mayores ilusiones, mayor desencanto.


Se podría decir que existe algo maldito, quizá de origen romántico, en la idea de generación. Esto alimenta la visión fatalista del destino, que trunca los sueños colectivos de quienes un día fueron jóvenes. Por eso las generaciones suelen asociarse con un evento traumático histórico pero que da sentido a su existencia, lo cual explicaría su complejidad y evidente fracaso. La Guerra Civil, y por consiguiente la posguerra provocaron un elevado coste para la mayoría de personas pertenecientes a dicha generación, independientemente de su condición. No existe, por tanto, generación sin fracaso.