Erase una vez un barco dirigido por un capitán y su tripulación, tan vanidosos de sus habilidades para dirigirlo, tan llenos de arrogancia y tan creídamente superiores, que se volvieron locos. Pusieron rumbo al norte, llegando tan lejos que empezaron a encontrarse con icebergs y casquetes polares, pero continuaron navegando siempre hacia el norte, hacia aguas cada vez más y más peligrosas, con el único objetivo de tener la oportunidad de alcanzar hazañas marítimas lo más brillantes posibles.
El barco iba alcanzando latitudes cada vez más elevadas, al tiempo que aumentaban las incomodidades de los pasajeros y la tripulación. Se empezaron a quejar de sus condiciones de vida.
¡Que el diablo me lleve! exclamó alguien de la tripulación, si no es el peor viaje que jamás haya hecho. El puente está cubierto de hielo. Cuando estoy de guardia, el viento atraviesa mi ropa como un cuchillo; cada vez que tengo que izar las velas, por poco me congelo los dedos; y todo para ganar unos miserables 5 chelines al mes!.
¡Pues no os quejéis tanto! dijo una pasajera. Yo no puedo pegar ojo en toda la noche por culpa del frío. En este barco, las mujeres no tenemos tantas mantas como los hombres. ¡No es justo!
Un mexicano hizo coro:
¡Chingado! No gano más que la mitad del salario mínimo de un marinero anglosajón. Para sobrellevar este clima extremo, nos hace falta una buena alimentación y no llego al mínimo exigible; los anglosajones reciben mayor ración. Y lo peor de todo, es que los oficiales nos dan siempre las órdenes en inglés en lugar de hacerlo en español.
Pues yo tengo mayor razón aun para quejarme, dijo un marino indio. Si los rostro-pálidos no hubieran arrebatado la tierra de mis ancestros, jamás me hallaría en este barco, en medio de icebergs y vientos árticos. Estaría navegando simplemente en canoa, atravesando algún apacible lago. Merezco una compensación. Que al menos el capitán del barco me deje organizar timbas para que pueda sacar algo de dinero extra.
El capataz tampoco tenía pelos en la lengua:
Ayer, el segundo de abordo me llamó «maricón» porque decía que me gustaba chaparla. ¡Tengo el derecho a chuparla sin que me califiquen por eso!.
No son solo humanas las únicas criaturas que sufren maltrato en este barco, añadió un defensor de los animales entre los pasajeros, su voz temblaba de indignación. «¡La semana pasada vi al tercero de abordo patear al perro por dos veces!».
Uno de los pasajeros era un profesor universitario. Apretando sus puños exclamó:
«¡Todo esto es horrible! ¡Es inmoral! ¡Es racismo, sexismo, especismo, homofobia, y explotación de la clase obrera! ¡Es discriminatorio! ¡Debemos luchar por la justicia social: igualar salarios para el marinero mexicano, mayores salarios para toda la tripulación, compensaciones para el indio, igual número de mantas para las señoras, garantismo para chuparla y que se deje de patear al perro!».
«¡Si, si!» gritaron los pasajeros. ¡Si, si! gritó la tripulación!. ¡Basta de discriminación! ¡Exijamos nuestros derechos!.
El grumete aclaró su garganta:
«Ejem. Todos tenéis buenas razones para quejaros. Pero creo que lo que realmente debemos hacer es virar en redondo este barco y volver hacia el sur, porque si seguimos hacia el norte es seguro que tarde o temprano nos hundiremos, y con el barco se hundirán vuestros salarios, vuestras mantas, y vuestro derecho a chuparla no os servirá de alivio, porque estaremos todos ahogados.»
Pero nadie le prestó atención, porque no era más que el grumete.
El capitán y el resto de oficiales de la tripulación, desde su puesto en el puente de mando, habían estado observando y escuchando. Se sonreían y guiñaban entre si, y a indicación del capitán, el tercero de a bordo bajó del puente de mando, y cruzó hacia el lugar en donde pasajeros y tripulación se reunían, abriéndose paso entre ellos. Con rostro circunspecto habló de esta forma:
«Nosotros los oficiales debemos admitir que algunas cosas del todo inexcusables han venido sucediendo en este barco. No nos dimos cuenta de la verdadera situación hasta que escuchamos vuestras quejas. Somos hombres de bien y queremos actuar en consecuencia. Pero, bueno, el capitán es bastante conservador y chapado a la antigua, y quizás tenga que ser presionado algo más antes de que tome alguna medida concreta. Mi opinión personal es que si protestáis con más fuerza ,pero siempre pacíficamente y sin violar ninguna de las normas del barco, podréis sacar al capitán de su inercia y forzarle a tomar en consideración los problemas que tan justamente reclamáis.
Habiendo dicho esto, el tercero de a bordo volvió hacia el puente de mando. Según se iba, los pasajeros y la tripulación le tildaban de «¡moderado! ¡reformista! ¡liberal! ¡hombre de paja!. Sin embargo acabaron actuando según sus indicaciones. Se reunieron como una piña ante el puente de mando, gritaron insultos a los oficiales, y exigieron sus derechos. «Quiero mayor salario y mejores condiciones de trabajo», gritó el marinero. «Igual número de mantas para las mujeres» gritó la pasajera. «Quiero recibir mis órdenes en español» gritó el marinero mexicano. «Quiero el derecho a organizar timbas», gritaba el marinero indio. «No quiero que me llamen maricón» gritó el capataz. «No más patadas al perro» gritó el defensor de los animales. «Revolución ahora» gritó el profesor.
El capitán y los oficiales se reunieron en privado y discutieron durante un tiempo, sin dejar de guiñarse, asentir y reírse entre ellos todo el rato. Entonces el capitán se dirigió hacia la cubierta del puesto del mando y, dando muestras de gran benevolencia, anunció que el salario de los marinos se elevarían hasta los seis chelines al mes; que el salario de los marineros mexicanos se elevarían hasta los dos tercios del salario de los marineros anglosajones, y que las órdenes para recoger las velas se darían en español; las pasajeras recibirán una manta más; el marino indio tendría el derecho a organizar timbas los sábados por la noche; el capataz dejará de ser calificado de maricón mientras mantenga su afición a chuparla en privado; y al perro no se le darán patadas a no ser que haga algo realmente punible, como robar alimentos de la despensa.
Los pasajeros y la tripulación celebraron con gozo estas conquistas como una gran victoria, pero a la mañana siguiente, todos volvían a estar insatisfechos.
«Seis chelines al mes es una miseria, y todavía se me congelan los dedos cuando tengo que recoger las velas» gruñó el veterano marinero. «Sigo sin recibir el mismo salario que mis colegas anglosajones, o suficiente comida para este clima» dijo el marino mexicano. «Las mujeres seguimos sin tener suficientes mantas para mantenernos calientes» dijo la pasajera. El resto de miembros de la tripulación y los pasajeros vociferaban el mismo tipo de quejas, y el profesor les animaba.
Cuando ya todos habían hablado lo suyo, el grumete alzó su voz -más alto esta vez para que esta vez nadie pudiera ignorarle:
«Es realmente terrible que el perro reciba puntapiés porque robe chuscos de pan de la despensa, y que las mujeres no tengan el mismo número de mantas que los hombres, y que marinos tan veteranos tengan sus dedos helados, y tampoco entiendo por qué
el capataz no va a poder chuparla si le gusta. ¡Pero mirad qué grandes son los icebergs ahora y como el viento viene cada vez más fuerte y helado!. ¡Debemos hacer que este barco de vuelta hacia el sur, ya que si seguimos hacia el norte, nos hundiremos y nos ahogaremos!»
«Por supuesto, respondió el capataz, es horrible que tengamos que seguir dirigiéndonos hacia el norte. ¿Pero por qué debo seguir chupándola en los servicios? ¿Por qué me tienen que llamar maricón? ¿No puedo ser como los demás?»
«Navegar hacia el norte es terrible» dijo la pasajera. «¿Pero no te das cuenta? Es por eso exactamente por lo que las mujeres necesitamos más mantas para no tener frío. ¡Exijo el mismo número de mantas para las mujeres ya!»
«Ciertamente» replicó el profesor, «que navegar rumbo norte supone mucho esfuerzo por parte de todos. Pero cambiar el rumbo hacia el sur sería irrealista. No puedes ir hacia atrás en el tiempo. Debemos encontrar una forma sensata de salir de esta situación».
«Mirad», añadió el grumete, «si mantenemos a estos locos en el puente de mando, acabaremos todos ahogados. Si lográsemos que el barco esté fuera de peligro, entonces podremos preocuparnos de las condiciones de trabajo, mantas para las mujeres y el derecho a chuparla. Pero lo primero es conseguir que el barco vire en redondo. Si nos unimos unos pocos de entre nosotros, planeamos algo con coraje, nos salvaremos todos. No necesitamos a muchos, con seis u ocho basta. Tomaríamos el mando del timón, tiraríamos a estos lunáticos por la borda, y volveríamos hacia el sur». El profesor elevó su expresión y dijo seriamente, «no creo en la violencia. Es inmoral».
«Nunca es bueno usar la violencia» añadió el capataz.
«Me da miedo el uso de la violencia» dijo por su parte la pasajera.
El capitán y los oficiales habían estado escuchando y observándolo todo. A la señal del capitán, el tercero de a bordo bajó de nuevo hacia la cubierta principal y se juntó con los pasajeros y la tripulación diciéndoles que todavía había muchos problemas en el barco.
«Hemos hecho grandes progresos» dijo, «pero aun nos queda mucho por hacer. Las condiciones laborales del veterano marinero son aun duras, el marino mexicano sigue sin recibir la misma paga que los anglosajones, las mujeres aun no disponen del mismo número de mantas que los hombres, la timba organizada por el indio es una miserable compensación por la pérdida de sus tierras, es injusto que el capataz siga teniendo que chuparla en el baño, y el perro recibe de vez en cuando alguna patada.»
«Pienso que el capitán necesita mayor presión. Creo que lo conveniente sería que volvierais a manifestaros, eso si, pacíficamente».Según volvía el tercero de a bordo hacia el puente de mando, los pasajeros y la tripulación le insultaron, pero sin embargo hicieron lo que les había recomendado y se reunieron frente al puente de mando para volver a manifestarse. Chillaban encolerizados y alzaban los puños, incluso llegaron a tirar un huevo podrido al capitán, que esquivó habilidosamente.
Tras escuchar sus quejas, el capitán y los oficiales se reunieron para debatir en común, y no pararon de guiñarse los ojos y sonreírse en complicidad. Entonces el capitán se dirigió a la cubierta del puesto de mando y anunció que el marino veterano dispondría de guantes para que no se le helaran los dedos, el marinero mexicano recibiría una paga de tres cuartas partes de la de un marinero anglosajón, las mujeres recibirían otra manta adicional, el marinero indio podría organizar timbas los sábados y domingos noche, el capataz tendría el derecho a chuparla públicamente a partir de que anocheciera, y nadie patearía al perro sin el permiso expreso del capitán.
Los pasajeros y la tripulación estaban extasiados con esta victoria revolucionaria, pero a la mañana siguiente estaban de nuevo descontentos y empezaban a quejarse de las mismas duras condiciones.
El grumete por su parte se enfandó gravemente.
«¡Sois una pandilla de idiotas!»gritó. «¿No veis lo que están haciendo el capitán y los oficiales? Os mantienen ocupados con reivindicaciones triviales sobre mantas y salarios y perros que son pateados para que no pensemos en lo que de verdad va mal en este barco, que si seguimos dirigiéndonos hacia el norte acabaremos todos ahogados. Si tan solo unos pocos de entre vosotros volvierais en razón, os juntáseis y echarais a los que dirigen el timón, podríamos hacer virar el barco y salvarnos. Pero lo único que hacéis es reñir sobre nimiedades como las condiciones laborales, juegos de timba y el derecho a chuparla.»
Los pasajeros y la tripulación se indignaron.
«¡Nimiedades!»gritó el mexicano, «¿Crees que es razonable que solo consiga las tres cuartas partes del salario de un marino anglosajón? ¿Eso es nimio?».
«¿Cómo puedes llamar a mi discriminación trivial?» gritó el capataz. «No sabes lo humillante que es que te llamen maricón?»
«¡Patear al perro no es una nimiedad!» gritó el defensor de los animales. «¡Es bárbaro, cruel y brutal!»
«Está bien», respondió el grumete. «Estos asuntos no son nimios ni triviales. Patear al perro es cruel y brutal y es humillante que te llamen maricón. Pero en comparación con nuestro problema real, en comparación con el hecho de que el barco sigue dirigiéndose hacia el norte, vuestras reivindicaciones son nimias y triviales, porque si no conseguimos que el barco cambie de rumbo pronto, vamos a morir todos ahogados.
«¡Fascista!» dijo el profesor.
«¡Contrarevolucionario!» dijo la pasajera. Y todos los pasajeros y tripulacion hicieron coro uno después de otro, llamando al grumete fascista y contrarevolucionario. Lo apartaron y volvieron a discutir sobre salarios, sobre mantas para mujeres, sobre el derecho a chuparla o sobre como se trataba al perro. El barco siguió navegando hacia el norte, y después de un tiempo se estrelló entre dos icebergs y todos se ahogaron.
(*) Theodore Kaczynski publicó esta pequeña fábula para una revista universitaria. Tim LaPietra, un estudiante de sociología auto-calificado de anarquista que edita la revista «Off!» para la Universidad Estatal de Nueva York, afirma que: «Escribí a Ted para ofrecerle un espacio por si tenía algo que escribir». La respuesta fue esta historieta titulada «El Barco de los Locos». Se trata de una parábola para criticar las políticas de izquierdas, «iba a salir sin censuras…Es inteligente, incluso divertido».
Equipo de redacción de HerQles.